jueves, 4 de febrero de 2010

"Adelina" por Gustavo Dessal*


*Nacido en la Argentina, reside en Madrid desde 1982, donde ejerce una práctica analítica privada. Es AME de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis y coordinador del Nuevo Centro de Estudios de Psicoanálisis del Instituto del Campo Freudiano. Ha publicado más de un centenar de articulos en España, Inglaterra, Francia, Argentina y Brasil.)




Todas las tardes del verano, cuando el suplicio del sol aflojaba un poco, a Adelina la sacaban de paseo. Primero asomaba la cabeza, luego parpadeaba unos instantes con sus ojillos miopes de alfiler, y por fin, asida a la cansada mano de su madre, se aventuraba fuera. El médico había dicho que Adelina tenía que moverse un poco, porque últimamente estaba engordando demasiado, y de seguir así sus músculos acabarían por atrofiarse.
A Adelina nunca le gustó caminar. En la niñez había tardado mucho hasta aprender a ponerse de pie, tanto que sus padres llegaron a pensar que no lograría andar, una desgracia más para añadir a la larga lista de defectos con los que Adelina llegó al mundo. Pero al fin, cuando estaba por cumplir los cinco años y tenía ya su definitiva cara de vieja, sorprendió a todos echándose a caminar, terca y torpe como lo era para todo.
Sordomuda, con los años aprendió a hacerse entender algo a través de unos extraños sonidos que arrancaba de su garganta, y cuando no la comprendían, o cuando se enfadaba por alguna contrariedad, cosa que sucedía con bastante frecuencia, soltaba unos lloros y unos alaridos que daban miedo, como si la estuvieran descuartizando viva. Sus padres, aplastados por todos esos problemas que jamás pudieron asumir, albergaron la atroz e inconfesable esperanza de que Adelina no viviría mucho tiempo. Pero el tiempo los defraudó, porque Adelina creció fuerte y vigorosa, aunque nunca dejó de hacerse caca encima, ni de caminar como un pato, ni de chillar como una posesa en la mitad de la noche. Era un trozo de materia bruta, informe y puro, en el que casi ninguna marca humana se había escrito, sin otra ley que la primitiva y ciega naturaleza del cuerpo vivo.
En invierno era aún más difícil convencerla para que saliese. La lluvia le infundía pavor, no se dejaba vestir, se quitaba el abrigo a cada rato, y había que sacarla a rastras, lo que significaba soportar todo el camino ráfagas intermitentes de aullidos que aterrorizaban a los transeúntes y los hacían huir espantados. Esto no podrá durar siempre, se consolaban sus padres en la intimidad de sus pensamientos, pero la realidad no les hacía caso, y el día en que cumplió veinte años Adelina asistió al entierro de su padre, que prefirió morirse antes que soportar el martirio de seguir viviendo. Madre e hija se quedaron solas, la madre hundida en su aneblada tristeza, la hija rabiando y persiguiendo moscas con su trote de pato.
Adelina odiaba las moscas. Sentía hacia ellas una furia implacable, y a fin de evitar los estropicios que solían producirse como consecuencia de sus desaforadas cacerías, todas las mañanas la madre rociaba el aire con insecticida. El médico era incapaz de explicar por qué Adelina se comportaba de ese modo, aunque la razón era bastante sencilla. Para Adelina el mundo era algo totalmente incomprensible, un agitado caos en el que las personas, los objetos y los animales se mezclaban en un torbellino que daba vueltas sin principio ni fin. En esa terrible confusión, Adelina había introducido un mínimo principio de orden, consistente en separar las cosas que se movían de aquellas que permanecían quietas. Las segundas eran más soportables, las primeras le causaban una inquietud y una ferocidad que aumentaba según la velocidad del objeto. Las moscas eran demasiado rápidas para su gusto.
Del mismo modo en que odiaba las moscas con toda la intensidad de su misterioso ser, su madre la odiaba a ella. Adelina representaba su dolorido fracaso, la derrota de todos sus sueños de juventud, el naufragio de lo bello y lo bueno que la vida es capaz de ofrecer. Toda la injusticia que puede caber en la existencia se había derramado sobre ella como un torrente sin pausa, un espeso alud que acabó enterrándola viva. Aún así, jamás dejó de atender a su hija en todo lo necesario, puesto que la amargura y el resentimiento no interferían para nada el ejercicio de sus obligaciones maternas. Lo que no conocía, lo que nadie habría podido exigirle, era ese sentimiento inmenso y dichoso que suelen experimentar los padres hacia sus hijos, esa paradójica forma del amor que en su extremado egoísmo no duda en realizar los mayores sacrificios. También esta madre llevaba a cabo los suyos, pero con la diferencia de que el impulso motor lo extraía del amargo pozo de su encono. Cuántas noches no se acostó sumida en el llanto, ahogada por el odio que le revolvía las entrañas, cubriéndose los oídos con las manos para no escuchar los alaridos de Adelina, y la propia voz de su conciencia remordiéndole los sesos.
Algún día no podré más, se decía, y acababa por dormirse de puro asco y agotamiento, harta de limpiar tanto moco y tanta regla inútil.
Cuando Adelina cumplió los cuarenta años, su madre resolvió matarla. No fue una decisión súbita ni fácil, pero tampoco habría sido fácil seguir como estaban, muerta ya la una en la oscuridad de su idiotez, la otra en la tumba de su agria desesperanza. Matarla, eso era, cumplir el silencioso deseo que había enhebrado cada uno de sus días y sus años en un siniestro collar, aniquilar aquella cosa que le había arrebatado la sangre, la risa, su vida. La cuestión era cómo hacerlo. Adelina era fuerte como una mula, por ende habría sido imposible estrangularla, ni siquiera mientras dormía. Quizás fuese más sencillo apuñalarla en la cerviz, cuando agachaba la cabeza de cepillo para sorber el plato, pero la madre no tenía suficiente coraje para empuñar un arma. Durante varias noches dio vueltas en la cama y en la cocina, tratando de encontrar un método, mientras Adelina dormía a pata suelta, la boca abierta, como siempre, soltando unos ronquidos que atronaban en el silencio de la casa. Por fin, después de trazar desesperados planes y cábalas, dio con la solución.
Si algo bueno tenía Adelina era su apetito. No bien nació, de poco sirvieron los pechos de su madre y los refuerzos de biberones y sopitas. Su voracidad no tenía límites, toda ella era un inmenso agujero en el que podían echarse paletadas de comida sin lograr que se saciara. A nada le hacía asco, y cuando le salieron los dientes había que vigilar para que no masticase trapos, papeles de periódico, o la pata de una silla. Devorando, aullando como una maníaca o rebuznando durante el sueño, Adelina era la viva representación de una boca desmesuradamente abierta, un insondable abismo en cuyo fondo se agitaba el enigma de lo que faltó para hacer de ella el ser humano con el que su madre había soñado alguna vez.
El apetito de Adelina. Esa era la respuesta. Le daría de comer cuanto quisiera sin parar, hasta conseguir que reventase como un sapo y, si fuera posible, que lo hiciese al menos un día antes de morir ella misma, para poder asistir al funeral y gozar aunque más no fuera de un único día en toda su asquerosa vida.
Decidió aplicar sus escasas fuerzas a la preparación diaria de ingentes cantidades de comida. Por la mañana se levantaba temprano antes de que Adelina se despertase, y se iba al mercado a comprar. Regresaba con el carro repleto y empleaba el resto del día en guisar con grandes peroles de hierro que había adquirido para ese propósito. Entretanto, Adelina se despertaba, se comía los panes remojados en leche que ya estaban dispuestos para ella, y daba vueltas por la casa, entraba en la cocina a olfatear los vapores de las cacerolas y, sin dejar de chillar, pateaba las puertas o rompía a llorar con furioso desconsuelo. Algunas veces los platos llegaban a la mesa a medio hacer, pues era preferible dárselos un poco crudos que soportar sus ataques de voraz impaciencia, lo que por otra parte importaba poco, ya que su paladar era insensible a cualquier diferencia entre un filete o un zapato viejo.
Al cabo de una semana, la madre comprendió que algo en sus planes no marchaba bien. Adelina había engordado un poco, sin duda, pero era inevitable que todo lo que cargaba por la boca tarde o temprano habría de desagotarlo por abajo, de modo que el cambio de pañales, el hedor pestilente, los lavados y los baños forzosos, aumentaron de forma espantosa. Transcurrido un mes la situación se agravó hasta alcanzar el límite de lo insoportable. Adelina había aumentado quince kilos, sus deposiciones, siempre abundantes, podían competir ahora con las de una elefanta, su violento apetito creció desmesuradamente y su madre, al borde de la extenuación irreversible, empezaba a experimentar de modo cada vez más acuciante el impulso de arrojarse por la ventana, pero no llegó a hacerlo porque en su enloquecida desesperación ideó una fórmula nueva para rectificar el curso de los acontecimientos.
Una de las grandes ventajas de los supermercados, en oposición a quienes sostienen que el progreso ha matado el encanto del pequeño comercio, es que en ellos uno puede comprar lo que le de la gana sin despertar sospechas o verse asediado por preguntas indiscretas. Mientras leía la etiqueta de la caja de raticida, la madre imaginó el diálogo que podría haberse desarrollado en el local de don Martín, que no se mordía la lengua y querría saber, y usted para qué quiere este producto, no me dirá que tiene ratas en el piso, no, ratas no, entonces, me pareció oír un ratón por las noches, para ratones tengo algo menos fuerte e igual de efectivo, que esto es muy peligroso, mujer, sí, ya lo veo en la etiqueta, pero a lo mejor es un ratón muy grande, cómo de grande, señora, que no va a ser como un cocodrilo, tendrá que ser un ratoncillo de nada, no irá a matarlo con una bomba. Una bomba, pensó la madre. Una bomba.
Y volvió a su casa con el paquete metido en el fondo del carro de la compra.
Desde ese día puso una bolita de matarratas en cada plato de comida. Adelina lo devoraba y lo rechupaba todo sin inmutarse, abriendo grande la boca como la gruta del Averno.
Así pasaron algunos meses. La madre fue aumentando la dosis gradualmente, a fin de que el médico que certificase la defunción no frunciera el ceño y empezara a hacer preguntas molestas, como don Martín. Pero no daba la impresión de que el médico fuera a preguntar nada, al menos de momento, puesto que Adelina no mostraba el menor signo de enfermedad, molestia o descomposición. El raticida parecía abrirle aún más el apetito, la mantenía más horas despierta, y sin duda intensificaba la hediondez de sus evacuaciones, que hasta la orina olía ahora a caballo muerto.
Al cabo de un año Adelina había consumido cuatro cajas de raticida, que hubieran sido suficientes para envenenar a una manada de hipopótamos, pesaba cuarenta y cinco kilos más, y como no se fabricaban tallas tan grandes su madre tuvo que improvisar los pañales con sábanas, al principio viejas, luego compradas diariamente en el mismo supermercado en el que se proveía del raticida. La madre no podía admitir la infructuosidad de su acción, y comenzó a dudar si el producto no estaría defectuoso o caducado. Para cerciorarse decidió probar ella misma, molió una bolita con cuidado, mezcló la mitad del polvo en un vaso de leche, y lo bebió de un trago. Media hora más tarde los espasmos y los vómitos la arrojaron al suelo, y tuvo que guardar cama dos días, aquejada de horribles dolores en el vientre.
Adelina seguía indiferente a todo. Ahora resultaba imposible sacarla a la calle, y al más mínimo intento espantaba a su madre con alaridos y flatulencias. Por fortuna, seguía aceptando el baño. La ducha le horrorizaba, sentía ahogarse, por lo que sólo admitía los baños de inmersión. En la bañera no podía estarse quieta, agitaba los brazos y las piernas, chapoteaba con energía, y desalojaba tanta agua que el vecino de abajo solía tener perfecta noticia del día en que Adelina se bañaba, pero el hombre no protestaba, sabiendo cuánta desgracia se juntaba allá arriba.
Viendo que el veneno sólo conseguía aumentar la vigorosa brutalidad de Adelina, la madre intentó un par de veces ahogarla en la bañera, pero fue inútil. Al sentir que le presionaban la cabeza hacia abajo, Adelina lo tomó como un juego y tiró de su madre con tal fuerza que la mujer terminó patas arriba dentro del agua, a punto de partirse el cráneo.
Era preciso idear otros modos de matarla, pero la falta de práctica en el oficio de asesina no contribuían a perfeccionar su imaginación. Probó electrocutarla mientras dormía, acercándole a los pies un cable pelado, pero no obtuvo ningún resultado. Por algún motivo la electricidad no pasaba y el contacto de los hilos de cobre con la planta de los pies despertaba a Adelina, que la emprendía a manotazos y escupidas con lo primero que se le ponía a tiro.
Una noche, mientras encendía el fuego para preparar el segundo quintal de arroz en la jornada, tuvo una iluminación. El gas. La bomba. Una gran explosión de gas y que todo vuele por los aires. La casa convertida en una bomba y Adelina dentro, reventando en mil pedazos.
El supermercado tenía de todo. Encontró cinta adhesiva y compró una docena de rollos. En el camino de vuelta se imaginó comprando la cinta en la tienda de don Martín, no me va contar para qué quiere tanta cinta, es que se va a mudar o piensa forrar el techo para que quede todo de plástico, qué exageración, se lleva toda la cinta y no me deja ni un rollo para otro cliente, para qué quiere tanta, y otros comentarios igual de estúpidos.
Al llegar la noche, cuando Adelina llevaba más de dos horas dormida, la madre se puso a trabajar y tuvo el minucioso cuidado de no dejar ni un solo hueco ni rendija de ventanas y puertas sin cubrir con la cinta adhesiva. Sólo faltaba abrir el gas, salir del piso, y tapar las juntas de la puerta desde afuera con otro poco de cinta, pero Adelina se adelantó, porque una mosca le cosquilleaba la nariz. Gruñendo bajito se levantó de la cama e intentó a tientas perseguir a la mosca. Alertada por los ruidos, su madre acudió a la habitación justo en el momento en que Adelina asía una banqueta y la estrellaba con todas sus fuerzas, pretendiendo aplastar a la mosca. La muerte fue instantánea. No sabiendo qué hacer, Adelina sacudió el cadáver de su madre y se sentó a su lado. Permaneció así un día entero, hasta que las punzadas del hambre la obligaron a incorporarse. Dio vueltas por toda la casa, pero no quedaba ya nada para comer.
Entonces regresó junto a su madre y la olisqueó un poquito.

(Cuento publicado en el "Aperiódico Psicoanalítico")

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