miércoles, 30 de noviembre de 2011

La respuesta a un discurso de violencia* - Tercera Parte

*Por Adela Fryd (Miembro de la EOL – AME)
Artículo publicado en el “Aperiódico Psicoanalítico”

Para poder plantear estos puntos, he tomado una novela en la que se construye un testimonio conmovedor, una fábula incisiva acerca de los horrores de la guerra y del totalitarismo.[1] Horrores que, si bien pertenecen a un universo inventado por la imaginación o la locura de sus personajes, nos permiten adentrarnos en este tema de una manera ejemplar.
Los gemelos Claus y Lucas muestran lo que puede llegar a ser la iniciación de la vida en medio de ese discurso. La presencia del Otro toma los semblantes del horror y del desamparo, al mismo tiempo que los personajes que lo encarnan se responsabilizan de su maldad o miseria porque encuentran razones para justificarla.
En esta trilogía, Agota Kristof presenta una verificación de cómo el traumatismo producido por el horror, el totalitarismo y el vínculo agonizante de las guerras nos devuelve una mirada del mundo con ojos y palabras de niño malo.
En cambio, podríamos decir que los discursos modernos producen una mirada del mundo con ojos y palabras de niños despóticos, caprichosos y hasta de pequeños canallas.
En la novela, Claus y Lucas son dejados en manos de su abuela, personaje que es emblema del horror y la brutalidad sin ningún velo. La madre de los niños los ha dejado con ella supuestamente porque ésta es la única posibilidad de supervivencia con la que cuentan.
Quisiera compartir una cita del capítulo titulado “Ejercicio de endurecimiento del espíritu”:
La abuela nos dice:
-¡Hijos de perra!
La gente nos dice:
-¡Hijos de bruja! ¡Hijos de puta!
[...]
Cuando oímos esas palabras se nos pone la cara roja, nos zumban los oídos, nos escuecen los ojos y nos tiemblan las rodillas.
No queremos ponernos rojos, ni temblar. Queremos acostumbrarnos a los insultos y a las palabras que hieren.
Nos instalamos en la mesa de la cocina, uno frente al otro, y mirándonos a los ojos, nos decimos palabras cada vez más y más atroces.
Uno:
-¡Cabrón! ¡Tontolculo!
El otro:
-¡Maricón! ¡Hijoputa!
Y continuamos así hasta que las palabras ya no nos entran en el cerebro, ni nos entran siquiera en las orejas.
De ese modo nos ejercitamos una media hora al día más o menos, y después vamos a pasear por las calles.
Nos las arreglamos para que la gente nos insulte y constatamos que al fin hemos conseguido permanecer indiferentes.
Pero están también las palabras antiguas.
Nuestra madre nos decía:
-¡Queridos míos! ¡Mis amorcitos! ¡Mi vida! ¡Mis pequeñines adorados!
Cuando nos acordamos de esas palabras, los ojos se nos llenan de lágrimas.
Esas palabras las tenemos que olvidar, porque ahora ya nadie nos dice palabras semejantes, y porque el recuerdo que tenemos es una carga demasiado pesada para soportarla.

Esta novela apunta a realzar lo que sería la respuesta al otro que encarna el horror, ante la suposición de que el otro podría ser monstruoso o causarles daño. Hay en la novela distintos personajes y no todos son perversos. No solamente se registra una respuesta fuertemente violenta por parte de los niños, sino que ellos mismos advienen como sujetos diferentes a partir de esos lazos y esos encuentros. Sabemos que un sujeto es uno antes y después de realizar un acto, estos niños emergen fortalecidos, endurecidos después de las decisiones que toman en cada contingencia.
 Como habíamos planteado antes, Claus y Lucas van constituyendo una fantasmática como defensa frente a lo real insoportable, pero veremos hacia el final de la novela, que hay un momento donde no funciona más, después de haber dado ambos, distintas versiones y respuestas, quedan aniquilados, no pudiendo separarse de aquello a lo que fueron reducidos como objetos, “la sombra del objeto cae sobre el yo”.[2]


[1] Nos referimos a la novela de Agota Kristof: Claus y Lucas, Barcelona: El Aleph, 2007.
[2] Sigmund Freud, Duelo y melancolía, 1917.

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