miércoles, 10 de febrero de 2010

BELLE de JOUR * - Segunda Parte

* por Olga G. Molina ( Miembro de la AMP)


Una cuestión de nombre



En la naturaleza, el hombre ha sido dotado de la posibilidad del lenguaje con el que éste ha dibujado los nombres con los que llamamos a las cosas del mundo.
Disponer del acto de nominar, hacer uso de la capacidad que la lengua otorga al ser hablante para ese fin, es definir dentro de una categoría aquello que se nombra.
De allí en más lo nombrado adquiere vida propia, la que le otorga esa diferencia central que hace que alguien pueda ser uno en la multitud. Lo singular lo construye cada quien cuando de nombre propio se trata.
Muchas veces la identificación al nombre impuesto produce un efecto de seguridad que surge del peculiar modo con el que cada uno se “apropia” de un nombre que sin embargo, no es.
No obstante “la idea de sí mismo como cuerpo tiene peso (3), es precisamente lo que se llama el ego”. Luego, nos aclara Lacan en El Sinthome, si el ego es llamado narcisista, es porque “hay algo que sostiene el cuerpo como imagen”. La escritura del nombre propio propone al hombre el desafío de ser uno con su nombre. Decimos, “hacer honor a su nombre” cuando se remarca la singularidad con la que alguien lleva adelante el estandarte de los signos que lo inscriben con su propio nombre.
El del padre es otra cosa, ha sido necesario valerse de ese nombre, el del padre, para lograr escribir la singularidad más allá de la filiación.
Joyce, rebautizado por Lacan “Joyce, el síntoma”, logra con su escritura hacerse un nombre que él quiso que perdurara para siempre. Por su escritura, por su invención de una lengua peculiar, Joyce logra escribir su ego, “se identifica a lo individual”(4), porque es quien ha tenido el privilegio de encarnar en él, el síntoma.
La relación con el cuerpo, con el campo de lo pulsional, no es simple, sino que refiere a la consistencia de lo imaginario, pero en lo profundo de su biología nos es ajeno; en cambio, sabemos aquellas cosas que dependen del significante, el cual, situándonos en la dimensión simbólica, nombra aquello del cuerpo que resulta de la ajenidad con la que lo simbólico se inclina ante lo real.
Se deduce del hecho que tenemos un cuerpo, lo cual implica la diferencia con “ser” un cuerpo, que la relación con un cuerpo nos resulta confusa. Buscamos en la medicina que nos lo aclare, de su propia confusión, que nos alivie de las fantasías con las que creemos saber los misterios del cuerpo.
Sin embargo, la relación con el cuerpo no es simple, por el hecho de que un cuerpo tiene agujeros, agujeros con un borde en los que se aloja lo pulsional, espacios del goce, de cuyos signos viene a dar cuenta el objeto a en sus diferentes presentaciones.(5)
Somos esclavos de nuestra biología y propietarios de una lengua a partir de la cual somos hablados, no obstante tenemos el tiempo para construir nuestra singularidad y el espacio que se anuda a él para hacer habitar en la palabra nuestro ser de lenguaje.

( Artículo publicado en el "Aperiódico Psicoanalítico" )

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